Zunilda Borsani
Escritora y Artista Plástica

El Hombrecito que no sabía reír


El Hombrecito que no sabía reír

Los ojos que ven realmente, son aquellos capaces de mirar, sentir, oír y comprender. Son los ojos que miran desde lo más profundo de nuestra existencia.

La autora

El que esconde la sonrisa bajo un árbol sin flor Corre el riesgo de estar pálido sin las caricias del sol

León Gieco

Zunilda Borsani – Uruguay
Ilustraciones – Adriana Borsani

En un pequeño barrio, había muchas casitas. Todas formaban un conjunto armónico y prolijo, con jardines al frente.
Pero Una desentonaba, era muy oscura y siempre estaba de ventanas cerradas, en ella vivía un hombrecito

A su alrededor no se escuchaban los pájaros, ni crecían las flores y lo que es peor aún, los niños del barrio jamás se acercaban. El pobre hombrecito parecía que nunca había escuchado el canto de los pájaros, ni percibido el aroma de las flores, tampoco se había fijado en sus colores, ni había apreciado el verde de los árboles de variadas especies y formas. Mucho menos hubiera imaginado que abriendo las ventanas, el sol podría entrar y calentar su pequeña casa. En su fondo lucía un enorme parral que nunca daba uvas, de los ciruelos crecía una fruta oscura, arrugada y amarga y de los naranjos nacían naranjas ovaladas, secas y de sabor amargo.

Parecía no tener amigos, nadie se acercaba a su casa, todos los vecinos le temían, lo creían loco o enfermo.

- Este hombrecito jamás se ríe ¿Vieron? – comentaba Juana con otras vecinas, mientras barría la vereda. Frente a la casa de nuestro hombrecito, vivía una familia cuya hija había perdido la vista. En un principio sus padres se angustiaron porque la pequeña tendría dificultades y no hicieron otra cosa que protegerla demasiado, por miedo a que se cayera o fuera rechazada por lo demás niños del vecindario…
Sin embargo Agustina, como se llamaba la niña, era fuerte y decidida. Sufrió mucho cuando perdió la vista, pero enfrentó la situación con valentía y pidió a sus padres que le permitieran vivir como los demás niños y niñas.

Siempre quería conocer mucho más de lo que tenía a su alcance. Sus padres hablaron en una Institución especial para personas no videntes y le obsequiaron un bastón blanco para que su caminata fuera más segura.
Su madre tenía en el frente de su casa un hermoso jardín, con el cual Agustina disfrutaba cada mañana de sol, Lo recorría de punta a punta, tocaba las flores tratando de adivinar cuál era su color, su textura y hasta se le había oído hablar con ellas.

Su rostro era fresco y alegre y al faltarle la vista, Agustina había desarrollado sus otros sentidos. Podía oír con toda claridad los pasos en la calle, distinguir el perfume de las flores, deleitarse con el canto de los pájaros en la copa de los árboles, escuchar las charlas de las vecinas en la callecita y todo lo que ocurría a su alrededor. Tenía un amigo que tocaba desde pequeño. De vez en cuando sus padres le autorizaban ir a su casa para oírlo tocar, aunque Agustina siempre escuchaba de lejos sus melodías.

El jardín de Agustina era muy bonito, con flores al frente que perfumaban toda la angosta callecita de aquel barrio. Su madre siempre le colocaba las manitos sobre las diferentes flores e iba contándole los nombres de cada una de ellas. La pequeña escuchaba a su madre fascinada con sus relatos y luego parecía que las veía y sentía sus aromas y sus diferentes texturas.

- Quédate un rato más si quieres, hijita, mami irá a preparar el almuerzo, luego te llamo.

- Me quedaré sentada sobre esta piedra, me da mucha seguridad, y me gusta tocarla.

La pequeña se sentó sobre una gran piedra gris con tonos rojizos que auspiciaba de banco y se puso a escuchar todo lo que ocurría en aquella pequeña callecita. Su jardín quedaba exactamente frente a la casa de nuestro hombrecito y éste solía hacer sus mandados todos los días. Recorría la pequeña calle empedrada con la cabeza baja, todos le temían, nadie se asomaba para saludarlo. Ese día Agustina estaba más perceptiva que nunca y logró escuchar unos pasos firmes y pesados justo frente a su portoncito.

Se levantó, aspiró el aire fresco de la mañana perfumada de aromas de árboles y flores de los diferentes jardines.

- Debo saber quién es esa persona que camina de un modo diferente. Tomó su bastón y se dirigió al portoncito que llevaba a la vereda, los pasos se acercaban más y más, estaban ya muy cerca de su casa. Con su carita sorprendida y algo nerviosa, se quedó en silencio y escuchó...

Era nuestro hombrecito, que como todas las mañanas venía de comprar su pan, sólo que esta vez lo hacía por la vereda de Agustina, pasando exactamente frente a su pequeña casita. Su andar era fuerte y ligero, caminaba con la cabeza baja, mirando el suelo y sólo la levantaba para cruzar la calle.

La niña, con la mano derecha apoyada fuertemente en su bastón y con la otra abriéndose paso, se acercó un poco más hacia la calle y preguntó:

- ¿Quién es que camina por la calle?

- ¿Quién pisa tan fuerte por aquí?

Hubo un silencio…

Sólo se oía el trinar de algún pájaro, las ramas de los árboles hamacadas por el viento y el sonido del motor de los vehículos, que circulaban de vez en cuando por la tranquila callecita, pero nada más.

Agustina nerviosa, volvió a preguntar:

-¿Quién es?... ¡Respóndame, por favor!

Al oír por segunda vez la voz de la niña, el hombrecito levantó su cabeza y la miró profundamente.

- No quieres contestarme, ¿Eh? – decía la niña – Pero ya sé, ya sé quién eres, o por lo menos lo imagino. Eres el hombrecito a quien todos temen ¿Lo eres verdad?

El hombrecito casi sin respirar, miró el dulce rostro de Agustina que le sonreía y bajó nuevamente la cabeza y casi murmurando, contestó:

- Sí…Sí… Ese mismo.

- Ven – dijo la niña – quiero que veas una cosa, acércate más… por favor.

El hombrecito no salía de su asombro.

- Acércate, vamos – volvió a decir Agustina – dame tu mano, quiero que toques y veas mis flores, así me dirás qué colores tienen.

Con pasos lentos y temblorosas, el hombrecito que no salía de su asombro. Se fue acercando cada vez más y le extendió su mano, miró y volvió a mirar detenidamente todo el jardín.

- ¿Sabes? – dijo la niña – tienen un aroma exquisito, yo siempre las huelo cuando salgo a respirar el aire de la mañana, también siento el sol sobre mi piel cuando me toca con sus manos calientes, escucho el trinar de los pájaros, el ruido de los peces que nadan en el pequeño estanque de la plaza ¡Ah! Y el violín de Pedro. ¿Lo has oído verdad? Se escucha de lejos cuando todo está en silencio. Toca maravillosamente.

Nuestro hombrecito casi sin respirar, miró nuevamente el rostro de la niña y le preguntó:

- ¿Cómo puedes estar tan contenta?
- ¿Contenta? Bueno, sí…Aunque no tengo todo lo que quisiera, mis oídos me dan la imágenes y los sonidos, mis manos la forma y el aspecto, el calor, el frío y el espacio, mi olfato es muy fuerte y el gusto es mayor aún. Adoro a mis padres que me han ayudado a sentirme como otros niños, he aprendido a leer en Braille y eso me da cierta seguridad, pero hoy tú, con tus ojos que son capaces de ver, me dirás qué color tienen mis flores. Mi madre siempre me cuenta cómo se llaman ¿Sabes? Cuando las toco, siento sus pétalos aterciopelados y suaves, algunas son rugosas y fuertes, otras frágiles y delicadas… Sh…Sh…Sh… ¿Oyes? Es el violín de Pedro que está sonando ¿Lo oyes, verdad?

- No, no, claro que no lo oigo – dijo el hombrecito fastidiado.

-¿Estás seguro?... Escucha, escucha en silencio – dijo Agustina.

Era verdad, nuestro hombrecito no lo escuchaba. Sus ojos comenzaron entonces a recorrer todo aquel jardín, descubriendo una magia de colores, azules, rojos, violetas, amarillos, blancos y muchos, muchos más, de pronto comenzó a sentir el aroma que invadía el aire soleado de la mañana.

- Ahora con permiso de mis padres, iremos a visitar a Pedro y me contarás cómo es su rostro, yo lo imagino, pero tal vez algún día pueda verlo, mientras tanto, tú me contarás.

Los ojos del hombrecito parecían diferentes, estaban asombrados, brillantes y profundos. ¿Cómo podía aquella niña sentir tantas cosas? Fue entonces que su rostro comenzó a suavizarse y sus mejillas fueron tomando un tono rosado y saludable.

- ¡Vamos, vamos! ¿Qué esperas? – dijo Agustina con mucho entusiasmo.

El hombrecito mientras la escuchaba, no dejaba de mirar y mirar hacia el otro lado de la calle, donde se encontraba su casa oscura y cerrada…

Miró a la niña y como si hubiera estado conteniendo la risa por mucho tiempo, echó a reír, reía y reía cada vez más fuerte, tanto que no podía contenerse. Su risa era tan fuerte, que todos los vecinos se asomaron a mirar por sus ventanas y puertas, nerviosos y asustados. Al poco rato uno a uno, fueron contagiándose de las carcajadas del hombrecito, sin saber porqué.

Agustina oía murmullos, alboroto y risas que se hacían cada vez más fuertes en el tranquilo barrio. Sin duda algo estaba ocurriendo…
La niña se apoyó con sus dos manos en el bastón blanco, como si temiera caer, casi turbada y sin entender una sola palabra, preguntó:

- ¿De qué te ríes, amigo? Por qué seremos amigos, ¿verdad?

- De mí mismo – contestó el hombrecito.

- ¿Sabes una cosa? Tú con tus poquitos años, has visto mucho más que yo en toda la vida. – ¡Tus ojos ven mucho más que los míos! ¡Qué los míos! ¿Entiendes? – exclamó riendo y cubriéndose los ojos con las manos.

Agustina lo escuchaba preocupada, seguía sin entenderlo.

- Ahora tendrás que esperarme un poco, porque antes de ir a lo de tu amigo, tengo muchas cosas importantes que hacer. Regresaré lo antes que pueda, te lo prometo.

- ¿Cosas? ¿Qué cosas? – Hubo un silencio…

- ¿Estás seguro que volverás? ¿Volverás?... Porque yo te estaré esperando todas las mañanas de sol, aquí en mi jardín – dijo Agustina con la voz entrecortada.

El hombrecito le tomó la mano, la besó en la mejilla y le dijo:

- No te pongas triste, volveré. ¿Puedes confiar en mí?

- ¡Claro!

- Entonces me voy ahora y volveré pronto.

Se marchó corriendo y entusiasmado, mientras reía y reía cada vez más profundamente. Sin dejar de reír cruzó la calle, entró a su casa y abrió todas las ventanas. El sol entró por ellas hasta la última hendija.

Los vecinos comenzaron a salir de sus casas y se amontonaban en aquella pequeña callecita. Lo miraban sorprendidos sin comprender nada de lo que estaba sucediendo. ¡El hombrecito estaba trabajando en su jardín! Y lo que es peor aún, mientras podaba y curaba sus plantas y árboles muy agitado, tarareaba y reía a un mismo tiempo.

El hombrecito levantó la cabeza y saludó con entusiasmo a los niños curiosos que se habían acercado hasta el muro de su casa y a los vecinos que se habían agolpado justo frente a ella.

Todos lo miraban con ojos de asombro. Él observaba sus rostros sorprendidos y les sonreía alegremente, pues jamás los había visto.

En ese instante en el cual nuestro hombrecito miraba pacientemente aquellos rostros que les devolvían una sonrisa, comenzó a escuchar una suave melodía de violín, que se iba haciendo cada vez más fuerte.

- ¡Es el violín de Pedro! – exclamó – Suena maravillosamente como dijo Agustina. Ahora sí, ahora sí lo oigo.

Se acercó al portoncito de su casa y mientras sonreía, saludaba a los vecinos, uno a uno.

- ¡Buen día vecina! ¡Buen día vecino! ¡Buen día a todos!

Los vecinos se miraban entre sí y también sonreían, mientras balbuceaban entre ellos, preguntándose qué era lo que le estaba sucediendo a nuestro hombrecito, que lo había cambiado tanto. ¿Quién lo había curado de su enfermedad? ¿Qué milagro había sucedido?

El hombrecito, luego de saludar a sus vecinos, se colocó de frente a su casa, miró su entorno y observó que ya no estaba oscura, que el sol la invadía y los gorriones mañaneros cantaban en las ventanas. Todo estaba envuelto en un colorido y musical paisaje. De pronto recordó su cita con la niña…

Agustina había conversado con sus padres sobre la experiencia que había tenido con el hombrecito del barrio. Sus padres temieron que aquel hombrecito no fuera el amigo ideal para la pequeña, pero decidieron observar desde lejos su comportamiento.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? Puede haber sido un minuto, una hora, un día, o tal vez un año. No lo sabemos. Sólo sabemos que Agustina estaba esperándolo allí, en su jardín, como todas las mañanas de sol.

Nuestro hombrecito lucía muy bien. Su traje y zapatos estaban relucientes, sus mejillas rojas por el sol, sus ojos relampagueantes, su cabeza erguida y un aire de triunfo y alegría lo invadía. Cruzó la callecita que conducía a lo de Agustina, bajo la mirada atónita de los vecinos que aún no dejaban de observarlo, es más, ahora querían saber qué haría tan bien vestido. Él caminaba muy decidido, casi corriendo, mirando hacia atrás de vez en cuando, para ver cómo lucía su pequeña casa. Al llegar a lo de Agustina, se detuvo un instante y observó como la niña conversaba con sus flores, mientras acariciaba sus pétalos.

Se fue acercando lentamente, muy despacio… Ella había oído sus pasos y se quedó en silencio.

- ¡Oye, Agustina, amiga! Aquí estoy, he vuelto.

La niña levantó la cabeza, se volvió hacia él con una enorme sonrisa en los labios, ansiosamente se fue acercando al portoncito y le extendió su mano.

- ¡Por fin has vuelto! Dame tu mano.

El hombrecito sonriente, apretó con fuerza la mano de la niña y con voz entrecortada le preguntó:

- Iremos a ver al violinista ¿verdad?

- Claro que iremos, sólo te estaba esperando – dijo la niña – mientras bajaba cuidadosamente el escalón que la separaba de la vereda.

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